
Tras el éxito del cartel de 2022, la nueva edición del ciclo exigía una propuesta que mantuviera el nivel de comunicación visual, explorando al mismo tiempo nuevas formas de expresar el crecimiento y la consolidación de la Orquesta Actur Filarmonía.
El desafío consistía en decidir entre dos caminos: continuar la narrativa visual iniciada el año anterior o abrir una nueva vía expresiva que reflejara la madurez artística alcanzada por la orquesta. Ambas opciones compartían un objetivo común: acercar la música clásica al público general desde un enfoque contemporáneo y accesible.
La primera línea de trabajo mantenía el universo visual de 2022. Si en la edición anterior una nota musical emergía de un nido como símbolo del nacimiento musical, en 2023 esa metáfora evolucionaba: la nota se liberaba por completo de una cáscara rota, acompañada de una explosión de flores que transmitían color, primavera y vida.
Esta propuesta representaba la música como algo que germina y se expande, manteniendo la delicadeza y el juego simbólico que habían caracterizado al ciclo.


La segunda propuesta rompía con la narrativa visual del cartel anterior, pero sin renunciar del todo a una cierta dimensión poética. Apostaba por un lenguaje más directo y rotundo: dos violines enfrentados, dispuestos de forma frontal y simétrica, componían el rostro de un personaje mudo y universal. Ese gesto gráfico —una especie de “cara musical”— funcionaba como un guiño visual poderoso, generando cercanía y humanidad sin caer en lo obvio. Más allá del juego formal, había una intención clara: humanizar la música clásica, alejarla de lo elitista, y presentarla como algo accesible, cotidiano y vivo.
La imagen invitaba a un encuentro frontal, directo: como mirarse en un espejo o posar para una fotografía de carné, sin distracciones ni artificios. La elección de instrumentos reales, el blanco como espacio de resonancia visual y la maquetación sobria evocaban el carácter íntimo y cercano del ciclo: conciertos de cámara, en un centro cívico, con acceso libre. Una propuesta honesta y contenida, que comunica desde la esencialidad.
Esta solución se eligió finalmente por su lectura inmediata, su potencia conceptual y su capacidad para abrir nuevas vías gráficas para el futuro del ciclo. El cartel recurre a elementos absolutamente clásicos —la forma del instrumento de cuerda—, pero los convierte en signos gráficos puros. No hay ornamentación ni decorativismo: solo forma, simetría y presencia. Esta síntesis actualiza el lenguaje visual de la música clásica sin perder rigor ni sofisticación.
La imagen funciona en múltiples niveles de lectura: es instrumento, es rostro, es espejo. Y en esa ambigüedad está su fuerza: acerca la música a todos, y propone un diálogo directo entre obra y espectador. Porque la música, como el cartel, no necesita explicación: se presenta, se ofrece y se comparte.

La evolución del cartel en 2023 marca un punto de inflexión en la identidad visual del ciclo. Lejos de limitarse a una continuidad formal, el proyecto se permitió explorar nuevas vías expresivas que reflejan la consolidación artística de la orquesta.
La imagen final supuso un salto en términos de presencia y madurez gráfica, dotando al ciclo “Clásicos en primavera” de una estética más abierta, más amplia y más preparada para evolucionar.
El cartel demuestra que es posible comunicar música clásica desde la contemporaneidad y la cercanía sin renunciar a la profundidad conceptual.
Este cartel, la verdad, me gusta mucho. Y quizá por eso me da cierta pena que no tuviera más visibilidad pública —por ejemplo, en mupis urbanos—. Me habría encantado ver cómo el público se enfrentaba a él, de manera frontal, sin distracciones. Una lectura directa, casi brutal, como un tú frente al tú.
Meses después de haberlo terminado, descubrí de forma inesperada el origen inconsciente de la idea. Al revisar mi biblioteca, me encontré con la portada de Escritos musicales I–III, de Theodor W. Adorno: tres violines flotando sobre un fondo blanco. Una imagen que había visto decenas de veces sin detenerme, porque como portada, es bastante mejorable, pero que había quedado de alguna manera almacenada en mis recuerdos. Eliminé casi todo, luego reencuadré y ya tenía una figura antropomórfica, coloqué un pentagrama con la programación… Y ahí estaba: la idea latente, cristalizada sin que yo supiera de dónde venía.
Este hallazgo me recordó algo esencial sobre el proceso creativo: las ideas no se improvisan, surgen de una acumulación silenciosa en el santo caos, de imágenes, lecturas y vivencias que se combinan sin que lo sepamos, hasta que un día encuentran su forma.
Una imagen no solo comunica: también refleja. Y este cartel, no solo muestra música, la convierte en nuestro reflejo.

Tras el éxito del cartel de 2022, la nueva edición del ciclo exigía una propuesta que mantuviera el nivel de comunicación visual, explorando al mismo tiempo nuevas formas de expresar el crecimiento y la consolidación de la Orquesta Actur Filarmonía.
El desafío consistía en decidir entre dos caminos: continuar la narrativa visual iniciada el año anterior o abrir una nueva vía expresiva que reflejara la madurez artística alcanzada por la orquesta. Ambas opciones compartían un objetivo común: acercar la música clásica al público general desde un enfoque contemporáneo y accesible.
La primera línea de trabajo mantenía el universo visual de 2022. Si en la edición anterior una nota musical emergía de un nido como símbolo del nacimiento musical, en 2023 esa metáfora evolucionaba: la nota se liberaba por completo de una cáscara rota, acompañada de una explosión de flores que transmitían color, primavera y vida.
Esta propuesta representaba la música como algo que germina y se expande, manteniendo la delicadeza y el juego simbólico que habían caracterizado al ciclo.


La segunda propuesta rompía con la narrativa visual del cartel anterior, pero sin renunciar del todo a una cierta dimensión poética. Apostaba por un lenguaje más directo y rotundo: dos violines enfrentados, dispuestos de forma frontal y simétrica, componían el rostro de un personaje mudo y universal. Ese gesto gráfico —una especie de “cara musical”— funcionaba como un guiño visual poderoso, generando cercanía y humanidad sin caer en lo obvio. Más allá del juego formal, había una intención clara: humanizar la música clásica, alejarla de lo elitista, y presentarla como algo accesible, cotidiano y vivo.
La imagen invitaba a un encuentro frontal, directo: como mirarse en un espejo o posar para una fotografía de carné, sin distracciones ni artificios. La elección de instrumentos reales, el blanco como espacio de resonancia visual y la maquetación sobria evocaban el carácter íntimo y cercano del ciclo: conciertos de cámara, en un centro cívico, con acceso libre. Una propuesta honesta y contenida, que comunica desde la esencialidad.
Esta solución se eligió finalmente por su lectura inmediata, su potencia conceptual y su capacidad para abrir nuevas vías gráficas para el futuro del ciclo. El cartel recurre a elementos absolutamente clásicos —la forma del instrumento de cuerda—, pero los convierte en signos gráficos puros. No hay ornamentación ni decorativismo: solo forma, simetría y presencia. Esta síntesis actualiza el lenguaje visual de la música clásica sin perder rigor ni sofisticación.
La imagen funciona en múltiples niveles de lectura: es instrumento, es rostro, es espejo. Y en esa ambigüedad está su fuerza: acerca la música a todos, y propone un diálogo directo entre obra y espectador. Porque la música, como el cartel, no necesita explicación: se presenta, se ofrece y se comparte.

La evolución del cartel en 2023 marca un punto de inflexión en la identidad visual del ciclo. Lejos de limitarse a una continuidad formal, el proyecto se permitió explorar nuevas vías expresivas que reflejan la consolidación artística de la orquesta.
La imagen final supuso un salto en términos de presencia y madurez gráfica, dotando al ciclo “Clásicos en primavera” de una estética más abierta, más amplia y más preparada para evolucionar.
El cartel demuestra que es posible comunicar música clásica desde la contemporaneidad y la cercanía sin renunciar a la profundidad conceptual.
Este cartel, la verdad, me gusta mucho. Y quizá por eso me da cierta pena que no tuviera más visibilidad pública —por ejemplo, en mupis urbanos—. Me habría encantado ver cómo el público se enfrentaba a él, de manera frontal, sin distracciones. Una lectura directa, casi brutal, como un tú frente al tú.
Meses después de haberlo terminado, descubrí de forma inesperada el origen inconsciente de la idea. Al revisar mi biblioteca, me encontré con la portada de Escritos musicales I–III, de Theodor W. Adorno: tres violines flotando sobre un fondo blanco. Una imagen que había visto decenas de veces sin detenerme, porque como portada, es bastante mejorable, pero que había quedado de alguna manera almacenada en mis recuerdos. Eliminé casi todo, luego reencuadré y ya tenía una figura antropomórfica, coloqué un pentagrama con la programación… Y ahí estaba: la idea latente, cristalizada sin que yo supiera de dónde venía.
Este hallazgo me recordó algo esencial sobre el proceso creativo: las ideas no se improvisan, surgen de una acumulación silenciosa en el santo caos, de imágenes, lecturas y vivencias que se combinan sin que lo sepamos, hasta que un día encuentran su forma.
Una imagen no solo comunica: también refleja. Y este cartel, no solo muestra música, la convierte en nuestro reflejo.
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